Los dedos del otoño se entrelazaban ya con los del verano y
en aquella lluviosa tarde se sentía más que nunca. Hacía ya tres días desde que
se despidieron y el sol no había vuelto a salir, la tierra ya no olía a mojado
porque ya no quedaba polvo que limpiar y bajo su sombrero, los pensamientos
giraban a toda velocidad, sin descanso, mezclando viejos recuerdos, nostalgias
vividas e ilusiones mojadas…
Y allí estaba, otra vez en la estación dispuesto a emprender
un nuevo viaje. ¿Destino? Lejos, donde sus fantasmas no puedan encontrarle. –
Ojala el tren esta vez vaya despacio, así será más fácil negociarle la memoria
al olvido.
Su maleta de cuero, sus botas gastadas y su vieja chaqueta marrón.
Las manos sudaban nerviosas. Mojadas, empapaban el billete
de tren.
Andén número ocho. Una bestia enorme de hierro y madera
desperezaba toda su maquinaria al calor del carbón, y a su alrededor, gentes
sin rostro revoloteaban a cientos, con prisas y empequeñeciendo su
insignificante presencia.
Azul, aún se dejaba ver el color del banco que estaba justo
debajo del reloj. Tal vez no lucía tan hermoso como hace catorce años cuando
estaba recién pintado, cuando se despidieron allí por última vez, pero el paso
del tiempo había descubierto la madera y eso, y el dejar entrever lo que un día
fue lo cubría aún más de magia.
Se sentó, vagón número tres decía su billete, y espero el
momento en el que diera la hora y el silbato del revisor llamase a cumplir la
ley del que viaja. Ocho y media de tarde.
Trece veces miró el reloj en menos de un minuto. – ¿Vendrás?
-Pensó. Nada deseaba más en ese momento que verla aparecer…
Faltan cinco minutos, el tren está casi lleno y la
incertidumbre le ahoga.
Con la esperanza perdida puso a volar su mente. Quiso
zambullirse entre sus recuerdos, pensó en ella, en aquellos días de juventud,
en aquel portal número cuatro al que tantas veces la había acompañado y que
había sido testigo de tantas risas y tantos besos furtivos. Descubrió en aquel
momento que hasta la tristeza es capaz de sonreír con un buen recuerdo. En
aquellos años les separaron los mayores y no tuvieron más remedio que intentar
olvidarse. Él sabe que nunca lo consiguió ¿y ella…? Su brujita decía, siempre
la llamo así.
Aquella historia de niños nació en otoño y supo sobrevivir
al paso del tiempo, latente, aún caliente a pesar de los años, igual que se
encuentran las hogueras por la mañana después de la noche de San Juan.
Es caprichoso el azar o tal vez nada pasa porque si, pero de
nuevo habían vuelto a encontrarse.
Fue breve el abrazo y los días de verano cargados de magia
terminaron.
El banco, las botas, la chaqueta, el sombrero y el no querer
resignarse a saber que su historia después de todo moriría igual que nació. Cuando
mueren las hojas y caen de los árboles, cuando las tardes se acortan y las
noches ocultan sus estrellas. Cuando el viento huele a tierra mojada, a humo y
a castañas asadas.
-No es posible, no vendrá… El destino nos ha dado una
segunda oportunidad, veinte segundos, solo veinte de coraje hacían falta.
Desde el banco, ahogado por la evidente condena de volver a
perderla suspira, y al levantar la vista, entre el humo del tren ve acercarse a
un joven muchacho con uniforme ferroviario y con una orden que cumplir.
Es la hora, el sonido constante y agudo de un silbato
británico hiela su sangre.
Decepción y esperanza luchan con fuerza dentro de él y con
el vello de punta se pone en pie, coge su maleta y cabizbajo se dirige al tren
que dirá adiós para siempre a una ilusión que nunca debió morir.
El humo y la taciturna niebla otoñal inundan el andén.
-¿Vendrás? El tren se va cariño… Empapado por dentro, como un barquito de papel
que se hunde sin remedio en mitad de un charco, entró y rezó porque no se
cerrasen las puertas aún, porque entre la niebla apareciese de pronto ella,
porque al final soñar hubiese merecido la pena.