EL COLOR DE LA LUNA

-¿De qué color es la tristeza? Preguntó la estrella al cerezo.
- Es del color que toma el mar al acostarse el sol en su regazo. Un color azul oscuro, salvaje.
-¿De qué color son los sueños?
-Los sueños son del color del crepúsculo.
-¿De qué color es la alegría?
-Del color del mediodía, mi pequeña estrella.
-¿Y la soledad?
-La soledad es de color violeta.
-¿Y el cariño? Olvidaba preguntarte de qué color es el cariño.
-Del color de los ojos de Dios. Respondió el árbol.
-¿De qué color es el amor?
-Del color de la luna cuando hay luna llena.

ALKYONI PAPADAKI

viernes, 19 de septiembre de 2014

¿VENDRÁS?

Los dedos del otoño se entrelazaban ya con los del verano y en aquella lluviosa tarde se sentía más que nunca. Hacía ya tres días desde que se despidieron y el sol no había vuelto a salir, la tierra ya no olía a mojado porque ya no quedaba polvo que limpiar y bajo su sombrero, los pensamientos giraban a toda velocidad, sin descanso, mezclando viejos recuerdos, nostalgias vividas e ilusiones mojadas… 

Y allí estaba, otra vez en la estación dispuesto a emprender un nuevo viaje. ¿Destino? Lejos, donde sus fantasmas no puedan encontrarle. – Ojala el tren esta vez vaya despacio, así será más fácil negociarle la memoria al olvido.

Su maleta de cuero, sus botas gastadas y su vieja chaqueta marrón.

Las manos sudaban nerviosas. Mojadas, empapaban el billete de tren.

Andén número ocho. Una bestia enorme de hierro y madera desperezaba toda su maquinaria al calor del carbón, y a su alrededor, gentes sin rostro revoloteaban a cientos, con prisas y empequeñeciendo su insignificante presencia.

Azul, aún se dejaba ver el color del banco que estaba justo debajo del reloj. Tal vez no lucía tan hermoso como hace catorce años cuando estaba recién pintado, cuando se despidieron allí por última vez, pero el paso del tiempo había descubierto la madera y eso, y el dejar entrever lo que un día fue lo cubría aún más de magia.

Se sentó, vagón número tres decía su billete, y espero el momento en el que diera la hora y el silbato del revisor llamase a cumplir la ley del que viaja. Ocho y media de tarde.

Trece veces miró el reloj en menos de un minuto. – ¿Vendrás? -Pensó. Nada deseaba más en ese momento que verla aparecer…

Faltan cinco minutos, el tren está casi lleno y la incertidumbre le ahoga.

Con la esperanza perdida puso a volar su mente. Quiso zambullirse entre sus recuerdos, pensó en ella, en aquellos días de juventud, en aquel portal número cuatro al que tantas veces la había acompañado y que había sido testigo de tantas risas y tantos besos furtivos. Descubrió en aquel momento que hasta la tristeza es capaz de sonreír con un buen recuerdo. En aquellos años les separaron los mayores y no tuvieron más remedio que intentar olvidarse. Él sabe que nunca lo consiguió ¿y ella…? Su brujita decía, siempre la llamo así.

Aquella historia de niños nació en otoño y supo sobrevivir al paso del tiempo, latente, aún caliente a pesar de los años, igual que se encuentran las hogueras por la mañana después de la noche de San Juan.

Es caprichoso el azar o tal vez nada pasa porque si, pero de nuevo habían vuelto a encontrarse.

Fue breve el abrazo y los días de verano cargados de magia terminaron.

El banco, las botas, la chaqueta, el sombrero y el no querer resignarse a saber que su historia después de todo moriría igual que nació. Cuando mueren las hojas y caen de los árboles, cuando las tardes se acortan y las noches ocultan sus estrellas. Cuando el viento huele a tierra mojada, a humo y a castañas asadas.

-No es posible, no vendrá… El destino nos ha dado una segunda oportunidad, veinte segundos, solo veinte de coraje hacían falta.  

Desde el banco, ahogado por la evidente condena de volver a perderla suspira, y al levantar la vista, entre el humo del tren ve acercarse a un joven muchacho con uniforme ferroviario y con una orden que cumplir.

Es la hora, el sonido constante y agudo de un silbato británico hiela su sangre.

Decepción y esperanza luchan con fuerza dentro de él y con el vello de punta se pone en pie, coge su maleta y cabizbajo se dirige al tren que dirá adiós para siempre a una ilusión que nunca debió morir.


El humo y la taciturna niebla otoñal inundan el andén. -¿Vendrás? El tren se va cariño… Empapado por dentro, como un barquito de papel que se hunde sin remedio en mitad de un charco, entró y rezó porque no se cerrasen las puertas aún, porque entre la niebla apareciese de pronto ella, porque al final soñar hubiese merecido la pena.  

1 comentario:

MissLaponia5 dijo...

Muy bueno. Emocionante. Gracias y felicidades. Buen post.